Nada más cerril que generalizar. Sería absurdo que los árabes juzgaran a los españoles como terroristas por Eta;
o a los irlandeses por el Ira; o a los peruanos por Sendero Luminoso; o
a los alemanes por la Baader Meinhof; o a los italianos por las
brigadas rojas; o a los argentinos por los montoneros; o a los franceses
por el FLN corso; o a los uruguayos por los tupamaros; o a los
mauritanos por los polisarios.
La lectura de la espléndida versión que Juan Vernet ha hecho de El Corán revela
que el libro sagrado de los musulmanes es un monumento a la
espiritualidad, una doctrina profunda de humanismo, de paz y de
solidaridad. El Islam del terrorismo yihadista nada tiene que ver con la inmensa mayoría de los que profesan esa religión musulmana,
como la Europa de la libertad y la fraternidad nada tiene que ver con
el terrorismo durante tanto tiempo desbocado por el Ira o por Eta.
El
sentido común exige en un mundo globalizado el entendimiento con los
cerca de 1.500 millones de personas que se encuadran en el Islam.
Una cosa es la estéril reducción al absurdo y el voluntarismo simplista
y otra muy distinta el entendimiento cabal de la filosofía de la
Historia. Arnold Toynbee, mi inolvidado maestro, dejó
muestras incontrovertibles de la realidad islámica en su monumental obra
Un estudio de la Historia.
Claudio Sánchez-Albornoz, en España musulmana, y Emilio García Gómez, en varios ensayos y traducciones deslumbrantes como El collar de la paloma, que prologó Ortega y Gasset,
o los libros dedicados al alcázar nazarí de la Alhambra, reconocieron
la aportación islámica a nuestra nación desde la arquitectura de la
mezquita de Córdoba hasta los zéjeles de Ben Quzmán;
desde la filosofía de Maimónides hasta el pensamiento de Averroes, desde
la vertebración árabe del idioma español hasta los avances en la
agricultura o la astronomía. Y todo ello es ampliable a tres
continentes.
Un respeto, en fin, para el mundo islámico. Hay que condenar sin fisuras el terrorismo yihadista.
Hay que rechazar a las minorías violentas de algunas naciones islámicas
como también rechazamos a las que militan en nuestros países
occidentales. Y, desde la firmeza, es necesario aprender a convivir con
los turcos y los egipcios, con los marroquíes y los indonesios, con los
afganos y los argelinos, con los paquistaníes y los islamistas del
África negra. Leopold Sedar Senghor, en su deslumbrante ensayo Negritud y arabidad,
reflexionaba sobre los extremismos pedernales, tanto culturales como
políticos, que pueden provocar las chispas del gran incendio.
En El Corán, al-Qurân,
es decir, la lectura, la doctrina de la paz y el amor, se lee:
"Recordad el bien de Dios que bajó sobre nosotros cuando erais enemigos y
concilió vuestros corazones: con su bien os transformasteis en
hermanos" (Azora III 98/103).
Solo el buen sentido, el entendimiento moderado de la Historia, el respeto a la religión ajena, el
reconocimiento de las manifestaciones culturales allá donde se producen
y la huida a la desbandada de las generalizaciones cerriles, pueden
evitar que se encienda la islamofobia y con ella un conflicto armado entre el mundo occidental y el mundo islámico.
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