Cuando caminamos por los Montes de Riaño
investigando castros, calzadas, o las tachuelas perdidas de una cáliga
romana el ilustre Jesuita P. E. Martino, me pregunta de vez en cuando
acerca de mis lecturas. Si comento que
leo una novela siempre me responde lo mismo: -“ Siro, novelas, no verlas” y
añade recomendaciones a lecturas más edificantes o provechosas en lo profesional.
En esto yo no le hago mucho caso, caigo una y otra vez en el inveterado vicio
de leer novelas, la última la de nuestro contrapariente y paisano Epigmenio Rodríguez de
Taranilla.
Epigmenio
es persona viajada y de mucho mérito. Ha
dedicado la mayor parte de su vida a la enseñanza, desarrollando alguno de sus
cargos en el extranjero. Cuando contactó conmigo para presentar su novela en Cistierna, argumenté que había escogido a
la persona menos adecuada, alejado como estoy del
centro cultural provincial y no digo de los más distantes: Valladolid o Madrid;
mi opinión por lo tanto no puede ser otra que la de un rústico pueblerino, con
ínfulas de ilustrado. El día de la
presentación intenté transmitir al autor y a la concurrencia mi percepción de la novela,
leída con avidez en dos días, pero ya digo, desde una visión disminuida y como
atisbando desde la gatera la trascendencia de la misma.
No
soy nada original al notar que la de Epigmenio me ha recordado otras novelas de
ambiente rural: Las Ratas, La familia de
Pascual Duarte, Furtivos, ésta última llevada
magistralmente al Cine por Borau. En todas ellas lo rural, el campo, la caza,
la depresión económica, la incultura, el tremendismo español desatado en
violencia incontenible, el sometimiento a los que señorean las tierras, se
erigen como protagonistas. De todo ello hay en “El color de las hayas” aunque
con matices.
Depresión económica: la pobreza no caracteriza la novela, los rebaños de Braulio se multiplican por el
aumento de los pastos y la tierra disponible, el trato del ganado en las ferias
alimenta y viste a la familia; violencia:
existe, pero dosificada magistralmente durante
muchas páginas, las menciones escatólógicas se describen de una forma
que mueven a la hilaridad. El
sometimiento: no es a un señor feudal, lo es a la figura del padre,
violenta y autoritaria, eso si, mientras puede y tiene fuerza para gobernar sus
rebaños e hijos. Los personajes de
la saga familiar están descritos de una
pieza, no les falta detalle, uno se los imagina en movimiento, les escucha
hablar, les ve actuar y penetra en los rincones y esquinas más oscuros de sus
vidas. El protagonismo absoluto lo tiene una familia patriarcal, la de Braulio.
Su autoridad por ley de vida será discutida cuando alguno de los hijos varones se siente capaz de hacerlo. En una especie
de teofania pasional, se manifesta el sexo a lo natural, otras se intuye contra
natura, entre tanto ganado ya se sabe…, egoismo, celos, divisiones fraticidas
que conducen a la muerte de varios protagonistas.
La novela está muy bien estructurada, con una trama policíaca que parte de la infancia de
los hijos de Braulio y va transitando por la juventud de los mismos hasta el
desenlace personal y humano de los mismos, ya en la edad adulta. Una auténtica tragedia, con matices de
epopeya griega, cuando Fini, la
matriarca, como loba herida gime por la muerte de sus hijos. A veces la
narración se convierte en tragicomedia de tintes negros, pero permitiendo siempre una mirada piadosa que
humaniza a los personajes, náufragos en una aldea abandonada.
En
esta novela asistimos a la agonía de una familia, agonía en el sentido etimológico
que tiene esa palabra: lucha contra la naturaleza, contra ellos mismos y
sus demonios personales; guerra contra todos. Hay que
reconocer a Epigmenio el gran conocimiento que posee sobre los entresijos
sociales y económicos de las gentes que aún resisten en la Cordillera Cantábrica. Describe magistralmente la desestructuración de una familia
patriarcal que puede habitar o habitó cualquiera de los pueblos de la
montaña leonesa. Me atrevo a intuir que esa
desestructuración, puede venir de la desaparición a causa de muerte súbita
de la institución que gobernó hasta tiempos recientes la vida de nuestros
pueblos: el concejo leonés; gentes apartadas de la tradición religiosa, gentes sin Dios. Me imagino que algunos lectores de este Blog,
ellos mismos hijos del concejo leonés, saben a que me refiero. Muchos de los abusos de Braulio, de tantos Braulios, en tantos
pueblos en el ámbito del Reino de León, se
han producido porque el Concejo con su política apaciguadora y ordenamiento
de la vida vecinal está en vías de extinción, sin fuerza alguna para detener el expolio al que algunos particulares someten no solo a las tierras comunales también las privativas de aquellos que abandonaron los pueblos en las grandes migraciones del siglo XX.
La novela describe un mundo que se
desvanece delante de nosotros,
durante la generación actual.
Casi
al final del libro, aparece la figura de Justo, el nombre es un hallazgo, un
hombre justo que llena de esperanza la aldea, a pesar de final tan brutal. La novela nos hace caer de bruces en el
suelo del hayedo, para sentir los aromas de la tierra húmeda y la hojarasca en descomposición. Se huele la vida que a pesar de tanta
muerte nace de la podredumbre y de la
descomposición de lo viejo.
Escribió Dante que el tiempo de Adan y
Eva en el paraíso solo fue de 6 horas, el
tiempo que dura el amor. ¿Cuánto tiempo
han podido gozar en el paraíso los hijos de Braulio?
Le deseamos a Epigmenio, lo que James Joyce vaticino para su novela Ulises: “aquí dejo material
de crítica para 100 años”. Material para los críticos y sobre todo un guión de cine espectacular; falta hace, debido a los impuestos que ese Atila que tenemos por ministro del ramo ha cargado sobre las actividades culturales.
Portada de la novela: EL COLOR DE LAS HAYAS, de Epigmenio Rodríguez
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